Casi
todas las mañanas, después de la ducha y el desayuno, me gusta asomarme un rato
a la ventana.
El
viento o el sol acarician mi cara y me despejan de las horas dormidas pasadas.
Mi
calle es ancha, bonita y tiene mucha vida. La farmacia, perfumería, frutería,
carnicería, sastrería y la cafetería de la esquina; son comercios con solera, familiares
y con bastantes años. Bloques de ocho alturas y pisos acogedores y sencillos.
Veo
pasar a diversa gente, y me pregunto con curiosidad y sin malicia, como serán
sus existencias.
Personas
mayores llevando a sus nietos al colegio, trabajadores de todo tipo, que van
apresurados para fichar a tiempo y adolescentes cargados de libros, y con sus
indispensables móviles, sin los cuales se sienten desnudos y perdidos.
La
cartera, su simpatía y eterna sonrisa, trayéndonos las “malditas” facturas, y,
a veces, buenas noticias.
El
barrendero, con su inseparable carrito, su escoba y cepillo, dejándonos la
calle muy limpia y con olor a
desinfectante amargo.
Van
llegando los repartidores, en pequeñas furgonetas, y llenando las vacías
estanterías de las tiendas.
Todos
estos “entrañables” personajes y sus rutinas diarias, nos dicen que la vida sigue
y está en marcha.
Cuando
salgo a la calle, veo el paisaje urbano y cotidiano más cerca y en directo.
Una
sincera y animosa sonrisa me susurra: ¡adelante, buen amigo! ¡Que hay que
ponerse las pilas para llegar al “Paraíso”!
No hay comentarios:
Publicar un comentario