miércoles, 20 de abril de 2016

ABRO MI VENTANA, CIERRO ....


La ventana, mi ventana. Pensar en ella, para mí, es sinónimo de comunicación. Si la abro: veo, oigo, huelo; si la cierro, interiorizo.
 
Abro mi ventana. Miro hacia la pequeña calle que está a sus pies y las casas de alrededor. La vecina del segundo piso está colgando la ropa y me saluda, la del tercero sacude sus alfombras: no nos conocemos. Las demás ventanas permanecen cerradas y con las persianas bajadas.
La calle ahora es un río de adolescentes que van a clase con sus carros de libros, y, dentro de una hora, otra marea de madres jóvenes o de abuelos acompañará a los hijos o a los nietos y nietas al jardín. Bastantes son hermosas saharauis con sus túnicas y sus velos que llevan de la mano a un niño de ojos negros mientras con la otra mano empujan un cochecito donde va otra criatura. A veces los niños miran hacia arriba y nos saludamos.
Los árboles del pequeño jardín cercano ya empiezan a echar brotes, menos el laurel que siempre está verde y que ahora tiene flores amarillas que hacen las delicias de múltiples pajarillos cantarines.
En las noches de luna llena puedo ver a la luna pasar por el pequeño rincón de cielo  que se ve entre las casas. De día también al sol que se asoma por el mismo rincón. No soy como el prisionero del romance que no sabía cuándo era de día o cuándo de noche sino por una avecilla que “le cantaba al albor”.
A veces, a través de la ventana abierta, llega el olor de la madreselva. Me costó trabajo saber de dónde procedía, pera ahora ya lo averigüé: acompaña y perfuma a los arbustos de una orilla de la carretera general.
Hay otros sonidos y olores que se vinculan con la vida ciudadana: los barrenderos con sus carros, el camión de las patatas, el de los huevos, el chatarrero y, alguna vez, una ambulancia. Todos ellos nos convocan y a veces nos reúnen a varios vecinos.
La ventana abierta me hace viajar en el tiempo a un momento de mi vida de profesora joven cuando un adolescente de 15 años me preguntó: -“pero tú, ¿has visto a Dios?” - y yo le canté una pequeña estrofa que luego quiso aprender él mismo:
“Cada mañana, veo tu rostro, Señor, cada mañana, por mi ventana.
Cada mañana, oigo que suena tu voz, cada mañana, y que me llamas.
-“¿La cara de Dios?, ¿su voz?”-, siguió el adolescente. Y recuerdo que le dije algo así: “cuando veo a las personas, cuando miro esta hermosa naturaleza con sus plantas, sus pájaros, sus innumerables y coloridas mariposas; cuando te miro a ti, veo el rostro de Dios. Y cuando te ríes, cuando cantas, cuando lloras… oigo su voz”.
No sé si le convencí pero insistió en querer aprender la canción.


Cierro mi ventana

Ya no hay sonidos, no hay olores pero sí la luz del sol que ilumina el espacio en el que estoy, mi mesa de trabajo, el libro que leo.


Es el momento de la reflexión, de la lectura, de la oración, de los sueños. Desfilan por mi mente y mi corazón, como en una película, las personas del día, los momentos vividos, los héroes o las heroínas de mis lecturas o los personajes de carne y hueso unamunianos. A veces quisiera ser alguno de ellos y “desfacer entuertos” como Don Quijote, pero otras veces, y en este momento, las más, las lecturas de periódicos o los informativos me llenan de tristeza y preocupación y desearía abrir mi ventana a todos los refugiados y a los pobres de la tierra, para que pudieran entrar en una casa inmensa que haría para ellos. 
                                      

                                                María Dolores Lezama 

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